Por: Omar
Orlando Tovar Troches – ottroz69@gmail.com-
Creían las
personas mayores, aferrándose a ese determinismo trágico impuesto por la
invasión europea a lo que hoy se conoce como América (latina), que los años
bisiestos guardan en sus entrañas, malos presagios y peores acontecimientos.
Parece ser que
los desbarajustes en eso de contar nuestros días terrestres y mortales y que
fueron observados por un monje con el nombre del dios de la borrachera
(Dionisio, que no Juan Carlos Vélez, el del C.D.), dejaron en nuestro inocente
colectivo la desazón por los años bisiestos, a los que les adjudicamos extraordinarios
augurios, mucho más acá en el País del Sagrado Corazón en el que, siguiendo con
lo de la beodez, la mayoría de nuestros males ocurre por excesos en la
celebración, la improvisación o porque corre por nuestras venas un desbarajuste
más grave que ni Dionisio el pequeño ha
podido enmendar.
Luego de más
de doscientos años de vida republicana violenta, la nación colombiana está
cerca de dar los primeros pasos en un nuevo intento de reconciliación, a pesar
del terror que produce lo novedoso en una sociedad liderada por hombres y
mujeres aferrados a un atavismo conservador que causa desconcierto, reproche e
hilaridad en el exterior, en donde no se entiende por qué la gente en Colombia
votó en contra de su anhelada paz y matan o dejan morir a sus niños y niñas.
Pasamos de las
justas épicas de nuestros jóvenes deportistas, a lo cantinflesco de la
cotidianidad de nuestra dirigencia política. De manera increíblemente reiterativa, la sociedad
colombiana viaja de un extremo al otro del espectro de la sensibilidad, eso lo
saben las élites de nuestro querido País del sagrado corazón, por eso lo fomentan, lo amplifican y lo usan para que
a pesar de todo lo que pase, no pase nada.
Uno
que otro asalariado de las noticias, en su afán de entregar la materia prima de
esa carroñera industria del sensacionalismo, del espectáculo, del morbo por la
violencia o amarillismo que llaman algunos, nos sorprendieron durante este año,
luchando desesperadamente por ser los
primeros en el sitio de los siniestros aéreos, en cubrir las muertes de los
niños de la Guajira, el abuso diario de mujeres y niños, en conseguir los
videos de vigilancia de los ya múltiples linchamientos de atracadores de casas,
bolsos y celulares de alta gama, todo debidamente contrastado con el glamour
del futbol internacional y los programas de “realities” que quedan en medio de
las series televisivas dedicados a nuestra narco-cultura.
Tal
como las pirañas o los tiburones, nos dejamos hipnotizar y entramos sin reacción alguna en el frenesí que
causa la sangre de la primicia, la exclusiva, la chiva. Conocedores de las mil
y una argucias para provocar esa sensiblería que nos define a un buen número de
colombianos y colombianas, los dueños y algunos directores de medios no
escatimaron y, aún hoy, no escatiman artificios para seguir sacándole jugo a la
tragedia. A fe que lo lograron durante este extraño año bisiesto de medallas
olímpicas, de Nobel de Paz, de los
asesinatos de Yulianna, Dora Lilia y cientos y cientos de víctimas del miedo
recurrente que le tenemos al cambio.
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