TAN SOLO NIÑOS Y NIÑAS
Por: Omar Orlando Tovar Troches –ottroz69@gmail.com-
Un niño no
mayor de doce años, con su torso desnudo, con su carita pálida, desfigurada por
gestos desencajados, quizás por estar su mente fuera de sí, por causa de la
excitación del reciente evento o tal vez por el consumo de alguna sustancia
tóxica, está forcejeando con dos niñas no mayores en edad a él, lo vienen
arrastrando, “rescatado de la tomba”, según ellas, mientras le toman su rostro
con las mismas manos que acaban de ocultar una navaja en la intimidad de sus
muy cortos pantalones, le dicen gritándole: “¡Tranquilo, fresqueate, que cuando
lleguen al colegio, los agarramos uno a uno..”, mientras intentan apartarlo del
barullo del más reciente hecho de violencia infantil en el Parque Santander del
municipio norte caucano del mismo nombre.
La escena no es
el preámbulo de una guion de T.V. o cine
de porno-miseria, a los que ya nos hemos acostumbrado en Colombia, esta escena de
la vida real, ya se está tornando rutinaria en los parques, centros
comerciales, las calles o las afueras de las instituciones educativas de toda
nuestra geografía, esta misma escena ahora hace parte de esa aterradora
cotidianidad de nuestros niños, niñas y adolescentes, hijos, nietos o bisnietos
de la inveterada violencia nuestra de cada día, debidamente registrada y
popularizada por buenos y alcahuetes reporteros ciudadanos, quienes haciendo
buen uso de la tecnología inteligente de que disponen, intentan ganar más
seguidores exhibiendo nuestra tiste realidad en YouTube o cuanta red social de
Internet exista.
Una de las
niñas, ahora acompañada por otra, regresa al sitio en donde se encuentran
reunidos el resto de los impúberes
protagonistas de la más reciente gresca infantil acontecida en Quilichao. Se la
ve llevar sus manitas hacia su intimidad, de donde aparece nuevamente una
navaja, con paso afanado y decidido, se va junto a su amiguita, con mirada
llena de agresividad e imprecando palabrotas más grandes que sus pequeñas
humanidades, en pos de otras preadolescentes “más viejas”, con catorce años a
lo sumo, quienes las desafían vociferando altisonantes palabras de grueso
calibre y con miradas llenas de odio. Más allá, en el centro del parque,
nuevamente se oye el ruido de botellas que son despicadas contra la estatua del
prócer y la algarabía de cientos de chiquitines que corren como en una
alucinante coreografía de odio y violencia en procura de terminar el encuentro
interrumpido por algunos casi indefensos policiales.
Resulta muy
difícil tratar de describir las sensaciones de los adultos espectadores de tan
trágica muestra de intolerancia y violencia física protagonizada por estos
menores. Estupefacción resulta ser lo más cercano, aunque cabrían aterrador,
triste o indignante, para tratar de narrar lo que pasó por las mentes de
quienes nos hemos vuelto auditorio de este triste acontecer y que sólo atinamos
a preguntar ¿Qué pasó?
En un país,
como el nuestro, lleno de violentólogos, repleto de sesudos estudios sobre el
origen y las causas de nuestra violencia,
vale la pena preguntarse una vez más ¿Qué hemos hecho mal o qué no hemos
hecho? Para intentar dar explicación a este fenómeno de la violencia infantil,
en la que los niños y niñas, además de ser víctimas ahora asumen el papel de
victimarios.
Estamos
haciendo algo terriblemente mal, para lograr que el futuro de nuestra Nación se
nos esté embolatando, en medio de las miles de pandillas que pululan nuestras
ciudades, en medio de la violencia escolar, en medio de los combos, las barras
bravas de futbol, las “chiquitecas,” los piques clandestinos y el microtráfrico
de estupefacientes.
Quizás el
ejemplo que les hemos legado lleno de intolerancia, de segregación, de
discriminación, de violencia , de apología del crimen, de buscar siempre la
justicia vindicativa en vez del perdón, de linchar en vez de acudir a la ley,
haya sido el más efectivo de los ingredientes de este atroz caldo de cultivo social, para que estos
chiquitines ahora y de manera repetida se citen vía “Smartphone” o redes
sociales, para dirimir esos muy adultos conflictos heredados y/o imitados, que
no los dejan ser tan solo niños o niñas, nada más.