Por: Andrea B. Romero
Resulta cínico que algunos mandatarios regionales (todos ellos integrantes de partidos de derecha) carguen todas las responsabilidades sobre el gobierno nacional, evadiendo sus obligaciones constitucionales primarias.
La reciente escalada de violencia en varias regiones de
Colombia ha motivado a numerosos mandatarios locales y departamentales a
denunciar una supuesta “crisis de seguridad” y un abandono por parte del
gobierno central. Si bien es innegable el impacto humanitario y el dolor que
padecen las comunidades, es imperativo analizar esta situación no como un
fenómeno aislado o exclusivamente atribuible al actual gobierno nacional, sino
como la visibilización de males históricos como el abandono estatal, la corrupción
sistémica y una arraigada politiquería que ha utilizado los territorios y sus
poblaciones como moneda de cambio.
La ausencia de Estado, tras las firmas de acuerdos de paz creó
el vacío que llenaron actores armados ilegales y economías criminales.
Departamentos del suroccidente colombiano o el Catatumbo, estratégicos como
corredores para el narcotráfico, la minería ilegal y la trata de personas no se
convirtieron en tales por casualidad reciente. Históricamente, en estas
regiones, la institucionalidad fue cooptada o permeada por intereses oscuros.
La prensa nacional ha documentado por años la inquietante
vinculación de figuras políticas tradicionales y de la fuerza pública con estas
economías ilegales. Casos emblemáticos, como el de la llamada “parapolítica”,
evidenciaron alianzas entre sectores políticos, narcotraficantes y grupos
paramilitares. Más recientemente, se destaparon escándalos como el de la
llamada “Construcciones El Cóndor”, que supuso investigaciones por presuntos
vínculos entre el gobierno Uribe, contratistas y las desapariciones en la
Comuna 13 y la Escombrera en Medellín [1].
Así mismo se han dado revelaciones sobre la vinculación de militares y el
crimen organizado [2]. Estos
son síntomas de una simbiosis histórica entre parte de la clase política
tradicional, sectores de las fuerzas armadas y el crimen organizado.
Así las cosas, resulta cínico que algunos mandatarios
regionales (todos ellos integrantes de partidos de derecha) carguen todas las
responsabilidades sobre el gobierno nacional, evadiendo sus obligaciones constitucionales
primarias. Un ejemplo claro es el de la gobernadora del Valle del Cauca, Dilian
Francisca Toro. Mientras realiza una campaña permanente de acusaciones al
Gobierno del Pacto Histórico por un supuesto abandono de la región, omite
mencionar los graves cuestionamientos sobre la gestión de los recursos a su
disposición.
Se señala públicamente a la gobernadora del Valle de desviar
el destino de fondos públicos de seguridad a actividades de proselitismo político a través de contratación de
dudosa prioridad, mientras se niegan o diluyen transferencias críticas para el
fortalecimiento de la fuerza pública local, intentando que se agudicen los
problemas de seguridad para deslegitimar al adversario político en el nivel
central.
La seguridad no se construye solo con operaciones militares;
requiere una estrategia integral de paz y desarrollo territorial. Aquí, el
fracaso de muchos mandatarios locales es aún más estrepitoso. El caso del
Cauca, devastado por la violencia de disidencias, el ELN y bandas
narcoterroristas es un referente apropiado. En este departamento existe una
propuesta robusta y organizada de paz territorial emanada de las comunidades
indígenas, un actor con legitimidad y arraigo. Sin embargo, esta iniciativa no
ha sido abanderada, potenciada o articulada de manera decidida por la mayoría
de los alcaldes ni por el gobierno departamental. Han optado por el rol cómodo de espectadores que culpan al
centro, antes que el liderazgo complejo de constructores de soluciones desde lo
local.
El gobierno nacional también tiene cuotas de responsabilidad.
La estrategia de “Paz Total” del presidente Gustavo Petro, hasta ahora, brilla
más por su desarticulación y opacidad que por su eficacia convocatoria. Si bien
la discreción es esencial en las negociaciones, esta no puede confundirse con
la falta de comunicación estratégica, la aparente descoordinación entre mesas,
y la percepción de mediocridad o falta de peso político en algunos equipos
negociadores. La paz exige grandeza táctica y estratégica, y hasta ahora se
percibe más reactividad que un plan conductor sólido.
Ante este complejo entramado de responsabilidades históricas
evadidas, politiquería local y desarticulación nacional, surge una pregunta de
profunda gravedad política: ¿Cuál es la intencionalidad de los recientes
y brutales ataques terroristas perpetrados por el ELN y las disidencias?
Más allá del objetivo militar inmediato, es legítimo preguntarse si estos
hechos de violencia extrema no le están allanando, de manera consciente o no,
el camino a un discurso y una campaña electoral de una derecha guerrerista. Una
derecha cuya narrativa se nutre del miedo y cuya solución histórica ha sido la
fuerza bruta, acompañada de cortinas de humo para ocultar su propia
ineficiencia y los nexos de corrupción de sus miembros con el crimen
organizado.
[1] https://corrupcionaldia.com/construcciones-condor-y-la-oscura-connivencia-contratistas-y-gobernantes-complices-de-desapariciones/
[2] La
prensa colombiana dio cuenta de los nexos del ex general y el excandidato a la
gobernación del Cauca por el Centro Democrático, Leonardo Barrero, con el Clan
del Golfo. Ver: General
(r) Leonardo Barrero, excomandante de FF.MM involucrado con alias ‘Matamba’

